¿A quién podrá culpar, a quién más que a sí mismo? ¡Ingrato! Le concedí cuanto podía anhelar; le inspiré la justicia, la rectitud, la fuerza para sostenerse, aunque con la libertad para caer; del propio modo creé a todas las potestades y espíritus etéreos, tanto a los que permanecieron fieles, como a los que se rebelaron, pues fueron libres los unos para sostenerse y los otros para caer. Sin esta libertad, ¿qué prueba sincera hubieran podido dar de verdadera obediencia, de constante fe o de amor, obrando sólo por necesidad, no voluntariamente? ¿De qué alabanza se hubieran hecho merecedores? ¿Qué satisfacción había de causarme semejante obediencia, cuando la voluntad y la razón (que en la razón también hay albedrío), tan vana la una como la otra, privadas ambas de libertad y ambas pasivas, cedieran a la necesidad, no a mi precepto? Así creados, conforme al derecho de que disfrutan, no pueden en justicia acusar a su Creador, ni a su naturaleza, ni a su destino, como si éste avasallara su voluntad o dispusiera de ellos por un decreto absoluto o úna prevención suprema. Ellos mismos han decidido su rebelión, no yo; yo la tenía prevista, mas semejante previsión no redunda en disculpa suya, que no por haber dejado de preverla hubiera sido menos segura. Así, pues, sin que los impulse nadie, sin poder achacarlo a una predestinación inmutable por parte mía, ellos son los que pecan, ellos los autores de su mal, en que caen deliberadamente o por su elección. Libres los he formado; libres deben permanecer hasta que ellos mismos vengan a esclavizarse, pues de otra manera me sería forzoso cambiar su naturaleza, revocando el supremo decreto, inmutable y eterno, por el cual les fue otorgada su libertad. Ellos solos causaron su caída. Los primeros culpables cayeron instigados, tentados por sí mismos y por su propia depravación; el Hombre cae engañado por aquellos rebeldes, y por eso obtendrá gracia; los otros no. Por la misericordia y la justicia triunfará mi gloria así en el cielo como en la tierra, pero la misericordia, desde el principio al fin, será la que resplandezca más. Mientras Dios hablaba así, se esparcía por todo el cielo un aroma de perfumada ambrosía que comunicaba a los elegidos espíritus de los bienaventurados el inefable gozo de un nuevo júbilo. Mostraba el hijo de Dios la expresión de una gloria sin igual; se veía en él sustancialmente reproducido su Padre en toda su plenitud; y en su rostro aparecian visibles una divina compasión, un amor infinito y una inefable gracia, que lo hicieron dirigirse a su Padre de este modo: ¡Oh, Padre mío! ¡Cuán misericordiosa es la sentencia que como supremo juez has pronunciado! ¡Que el Hombre obtendrá perdón! Por ella publicarán cielo y tierra tus alabanzas en innumerables himnos y sagrados cánticos, que resonando alrededor de tu trono, para siempre te bendigan. Pero, ¿será que el Hombre perezca al fin? ¿Que la última y más amada de tus criaturas, el más joven de tus hijos, sea víctima de un engaño, aunque su propia demencia contribuya a él? Aleja de ti tanto rigor, Padre mío, que juzgas siempre equitativamente cuanto has hecho. ¿Conseguirá así sus fines el enemigo, frustrando los tuyos y sobreponiéndose su malicia a tu bondad? ¿Verá satisfecho su orgullo, aunque sujeto a más duras penas, y logrará saciar su venganza arrastrando consigo al infierno, después de haber corrompido, a toda la raza humana? ¿Has de destruir tú mismo lo creado. y deshacer por ese enemigo lo que has hecho para tu gloria? Se pondrían entonces en duda tu bondad y tu grandeza, y se negarían una y otra, sin que fuera posible defenderlas. ¡Oh, hijo mío, en quien tanto se goza mi alma!, le replicó el Sumo Creador.
¡Hijo de mi seno, mi único Verbo, mi sabiduría y mi más eficaz poder! Conformes están tus palabras con mis pensamientos y con lo que mi eterno designio ha decretado; no perecerá enteramente el Hombre; se salvará el que lo desee, pero no por su propia voluntad, sino por mi gracia libremente concedida. Restableceré de nuevo su degenerada condición, aunque sujeta por el pecado a impuros y violentos deseos, y con mi ayuda podrá otra vez resistir a su mortal enemigo; pero esta ayuda ha de servirle para que sepa a qué extremo ha llegado de degradación, y para que a mí, exclusivamente a mí, me deba la libertad.
Paraíso Perdido, libro III, John Milton
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